Que un ministro de Finanzas se atreva a reducir el drama humano de Gaza a un simple “negocio inmobiliario” es una muestra obscena de la deshumanización que domina el discurso político más ultra. Hablar de reparto de tierras como si fueran parcelas de un solar en quiebra, mientras las calles siguen cubiertas de cenizas y escombros, equivale a blanquear la tragedia y convertir la vida y la muerte en fichas de casino.
Lo repugnante no es solo la frivolidad, sino la obscena naturalidad con la que se coloca a Estados Unidos en la mesa de negociación: como si el futuro de un pueblo pudiera tasarse en dólares y dividirse en contratos. Es la política entendida como subasta, con la guerra como martillo y las ruinas como garantía hipotecaria.
Estas palabras no son un desliz, son el reflejo fiel de una visión del mundo que convierte el dolor en mercancía, la ocupación en inversión y el sufrimiento en puro capital político. Una retórica así no solo incendia más la región, sino que confirma que detrás del discurso de seguridad y defensa lo que late es un apetito feroz por el control, la tierra y el dinero.
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